El Director Ejecutivo del Lebensohn, Jorge Fantín, analiza la nueva ley de teletrabajo de la Argentina. Así, desde el Instituto abrimos este espacio de reflexión, propuesta e intercambio sobre la irrupción del teletrabajo en el país. Aquí, el primer artículo.

Antes de la pandemia, la posibilidad de teletrabajar era altamente valorada y considerada un privilegio reservado para pocos. Tal vez porque los millennials amaban el nuevo formato y las empresas estaban satisfechas con sus resultados, o porque se trataba de un espacio en el que los sindicatos no tenían demasiada presencia, lo cierto es que hasta ese momento nadie le había prestado demasiada atención. Pero todo cambió a partir del mes de marzo, cuando frente al cierre obligado de fábricas y oficinas, cientos de miles de trabajadores, muchos de ellos sindicalizados, se convirtieron en improvisados teletrabajadores.
Teletrabajar es mucho más que trabajar desde la casa, e implica interactuar con los sistemas de la firma, acceder, procesar y enviar información, participar en reuniones virtuales y trabajar en equipos de manera remota. Las tareas que realiza el teletrabajador demandan mayores niveles de exigencia, desgaste mental, confianza y flexibilidad.
En un mundo híper conectado, en el que los clientes esperan soluciones instantáneas, es anacrónico y poco realista imaginar una empresa que funciona solamente de 9 a 18 de lunes a viernes. Como usuarios esperamos un servicio 24/7, aun cuando sabemos que detrás de esa exigencia hay un trabajador que debe satisfacerla. Sin capacidad para adaptarse a las demandas del mercado, la empresa desaparece y si esta desaparece, también lo hace el empleo.
El teletrabajo supone también un mayor nivel de confianza entre el empleador y el empleado, así como un cambio en la manera de medir la performance, la que deberá hacer más foco en objetivos claramente observables y medibles, antes que en el ejercicio nominal de funciones o el mero cumplimiento de horarios.
En ambos aspectos, confianza y flexibilidad, el texto de la ley no sólo se queda corto sino que pone obstáculos que podrían terminar por desincentivar la adopción a gran escala de esta modalidad.
Claro que la ley también tiene algunos aciertos, como cuando dispone que la transferencia desde una posición presencial deba ser expresamente consentida por el trabajador, reconociendo con ello que no todos están igualmente preparados o predispuestos para el nuevo formato, puesto que supone un cambio en el contexto donde el empleado realiza sus tareas, en el que a veces el mobiliario, la iluminación, el nivel de insonorización, las condiciones de privacidad o el entorno, pueden afectar tanto su performance como la dinámica de su núcleo familiar.
En cuanto a los niveles de stress, hay amplia coincidencia entre los especialistas en el sentido de que son mayores a los que enfrenta el trabajador tradicional. El profesor Giampiero Petriglieri, del IMD, afirma que participar de una video llamada es más desgastante que un encuentro presencial debido a las mayores dificultades para procesar el lenguaje corporal de los participantes. Hasta los silencios, que en una reunión tradicional no tienen mucha importancia, en el ámbito virtual son percibidos de manera negativa y representan una fuente adicional de ansiedad porque la gente se siente presionada a participar para demostrar interés y compromiso. Por otra parte, mientras la mayoría de nuestros roles sociales ocurren habitualmente en espacios diferentes, ya sea para conversar con amigos, trabajar o interactuar con la familia, en el contexto del teletrabajo todos transcurren en un mismo lugar, aumentando esto la vulnerabilidad a sentimientos negativos.
Trabajar desde casa impone costos físicos, psicológicos, económicos y familiares para los trabajadores, razón por la cual también es correcto que la ley establezca que el trabajador disponga de algún mecanismo para revertir su decisión inicial si es que en la práctica lo que había imaginado terminó siendo diferente o contrario a sus intereses. Sin embargo, tal derecho debería estar limitado en el tiempo para minimizar los efectos negativos que esto podría tener sobre las compañías.
La implementación de una metodología de teletrabajo a gran escala es costosa, toma tiempo y exige un gran esfuerzo, sobre todo en el caso de las pequeñas y medianas empresas. No sólo involucra la inversión en nuevos sistemas y procesos, sino también la desafectación permanente de infraestructura redundante. En tales circunstancias, retroceder podría ser excesivamente costoso o directamente inviable. Y si bien es cierto que la ley contempla la posibilidad de que al empleador le resulte imposible ofrecer un empleo tradicional a aquél que haya expresado su decisión de abandonar la modalidad de teletrabajo, esta imposibilidad deberá fundamentarse adecuadamente, dejando abierta la puerta a interpretaciones y reclamos sindicales o judiciales.
Tal vez un paso previo que podría contemplarse, con el fin de minimizar el número de potenciales arrepentimientos, sería la realización de estudios socioambientales para determinar la elegibilidad de cada trabajador, antes de que la empresa formalice la propuesta de cambio, pero esta idea no fue recogida en el texto de la ley. Esto, lejos de ser tomado como un mayor costo, podría redundar en menor incertidumbre y costos de operación.
Una ley sobre el teletrabajo debería ocuparse de aquellas cuestiones que sirvan para su desarrollo, contemplando los intereses de todas las partes involucradas y apuntando a la promoción de formas de empleo que ayuden a poner en un pie de igualdad a las empresas que operan en nuestro país frente a sus competidores internacionales. Sin embargo, tal y como fue redactado, este texto no sólo tiene artículos que resultan redundantes, sino que lejos de arrojar luz sobre ciertas cuestiones, termina complicándolas, sumando una innecesaria cuota de incertidumbre.
Coincidiendo con esta mirada, el empresario Teddy Karagozian, CEO de TN&Platex, la empresa textil más grande del país y una de las más importantes de Latinoamérica, expresó que “La Argentina no tiene un problema de falta de leyes, sino un problema de falta de empleo. Puede ser que alguna persona, en algún momento, se sienta vulnerada en sus derechos, pero para eso tiene montones de leyes a las que puede recurrir y no son necesarias nuevas normas. Tal como está redactada, esta ley puede hacer desaparecer el teletrabajo”. Karagozian es tan solo uno de los muchos empresarios y expertos que han hecho públicas sus objeciones, resaltando además que nunca fueron consultados durante el proceso de diseño y discusiones en comisión.
Con el teletrabajo nos enfrentamos a un fenómeno propio del siglo 21, ampliamente adoptado y valorado en todo el mundo y su desarrollo debería ser considerado como una oportunidad. Lamentablemente, con esta ley el camino elegido fue el de mirar hacia el pasado, en un vano esfuerzo por encajar un formato moderno en los rígidos moldes de la economía del siglo 20.
* Jorge Fantín es Director Ejecutivo del Instituto Moisés Lebensohn.
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