La importancia de la implementación de proyectos
Por Iván Beletzky*
«Despertó a la ocho, como de costumbre,
se metió en la ducha, se lavó los dientes
y en su viejo traje, como de costumbre
salió de su casa a las ocho y veinte”
Como de Costumbre (Alberto Cortez)
Recuerdo el impacto que generó, en mi infancia, esa voz quebrada, contundente y lista para el suicidio de Alberto Cortez definiendo a la rutina urbana como “una planilla de hastío” y a la vida familiar como un largo transcurrir donde “se estiran las horas, como de costumbre, habitando todas… un reloj vacío”[1]. Abundan ejemplos, en el arte, que denigran la rutina y al patético acostumbramiento; sin embargo, el mismísimo creador del movimiento beat, Jack Kerouac, cansado de viajes, alcohol y de la práctica de “hacer dedo”, cayó en la cuenta que, en definitiva, había entrado en una rutina que escapaba de la rutina; un poco como el personaje entrañable de la siniestra Montaña Mágica de Thoman Mann, Hans Castorp, que terminó “acostumbrándose a no acostumbrarse”. Es que el arte, en su función alada y etérea, no debe dar cuenta del paso firme en el terreno de la construcción de la posibilidad. Cortez no nos puede cantar sobre todo lo rutinario que es construir una canción, ir a cócteles para caer bien a las discográficas, visitar cada día programas de TV para vender discos, brindar conciertos y, nuevamente, componer canciones. En la gestión diaria de la administración pública, que se manifiesta en la ejecución de proyectos, se vuelven fundamentales la búsqueda de regularidades y el encuentro de repeticiones virtuosas entre un sinfín de interacciones que se dan en el territorio.
Sin embargo, en el estudio de las políticas públicas tampoco abundan los estudios que se refieren al proceso clave de la implementación. Será porque es la instancia donde no hay tiempo para discursos, gestos, agites ni engaños: es el momento quirúrgico de la política, todo lo pensado en etapas anteriores, la fragilidad de las alianzas, la construcción de consensos, el diálogo con la gente y el posicionamiento mediático encuentran la hora de su verdad más sensible, más palpable. Así, difícilmente la “construcción del espectáculo”, como bien apunta Murray Edelman[2], pueda ser un recurso efectivo en la incansable, repetitiva y sistemática rutina de la implementación de proyectos. Ese espectáculo tan importante para conseguir adhesiones, generar sentimientos pasionales o colocar a los rivales en el plano de las amenazas es inútil en la gris gestión diaria de la administración pública.
Generalmente, se piensa que la implementación no es más que la aplicación automática de ideas instaladas en agenda, tratadas de manera particular en la formulación y planificadas, contra todo riesgo, al analizar actores, problemas y diseñar estrategias infalibles. Aguilar Villanueva[3] nos advierte que “a esta visión contribuyó la «científica» dicotomía entre política y administración pública, según la cual los políticos decidían y los administradores y empleados públicos ejecutaban o, en el mejor de los casos, decidían cómo ejecutar las decisiones”. Según esta perspectiva, los errores son de los grandes decisores, de las ideas y hasta de la manera de diseñar las políticas, pero en mucha menor medida de los operadores que, según esa falacia, son ejecutores fríos, racionales, desinteresados y autómatas.
Para otros, la implementación es el espacio barroso de la política: donde las cosas se “hacen” y punto: ¡es la gestión, estúpidos! Si la reflexión y la creatividad fueron centrales en etapas anteriores, la acción viene a instalarse en la tediosa gestión del día a día. No hay tiempo para pensar, ni para tomar notas, “es el momento de solucionar los problemas de la gente”. Y ese solucionar tiene algo de misterio metafísico cuyos códigos cifrados sólo pueden ser develados por punteros iluminados. Así como la visión científica contribuyó a ampliar la brecha Política vs. Administración; el vigente prestigio del neo-patrimonialismo informal[4], que se arroga de ser el único camino posible para superar las rigideces burocráticas, no deja margen de acción para monitorear y registrar reglas, rutinas y conductas virtuosas que alivianarían el arduo desafío implementador.
En este sentido, es necesario exponer algunas cuestiones centrales de la implementación para evitar, por un lado, que millones invertidos en diseño y formulación de proyectos no fracasen por errores típicos de la ejecución y, por otra parte, no perder la oportunidad de registrar buenas prácticas que pueden inspirar saltos cualitativos en la gestión pública. Es decir, implementar programas para cumplir los objetivos establecidos en la formulación, pero también desarrollar capacidades institucionales, apuntalando regularidades en la cultura organizacional que impliquen mejorar la calidad de vida de la comunidad sin necesidad de depender de la mano excluyente de los baqueanos.
Así, más allá del sesgo cientificista o neo-patrimonial, lo que se pretende indicar es que existe una problemática propia de la implementación y que, en caso de no tenerla en cuenta, puede conspirar contra el éxito de cualquier “gran idea” divinamente pensada y diseñada. En este sentido, el trabajo de Pressman y Wildasky, en 1973, fue pionero en señalar los avatares propios del proceso de implementación para tratar de borrar la idea inexacta de qué todo problema de política pública puede reducirse a errores de diseño o de consenso; así nos advierten que “son numerosas las políticas que, basadas en ideas aparentemente sensatas que al llevarse a la práctica han tropezado con dificultades…así el valor de una política no sólo debe medirse por la atracción que genera sino por la posibilidad de ser implementada”[5]. Entonces, ¿cómo sabemos que una política ha sido bien o mal implementada? “lo sabremos si observamos la diferencia entre las consecuencias previstas y las reales, o sea mediante una evaluación”[6]. Es más, según estos autores, la mayor parte de los problemas responden a la dificultad que tienen “rutinas, actividades e interacciones que solemos considerar ordinarias y por lo tanto poco importantes”[7]. En este sentido, entendemos que implementación, evaluación y monitoreo deben tratarse de manera conjunta, aunque implique romper con la cultura del “sentirse vigilado”.
En esta línea, Van Meter y Van Horn[8] elaboraron la definición más explícita al señalar que “la implementación de las políticas abarca aquellas acciones efectuadas por individuos (o grupos) públicos y privados, con miras a la realización de objetivos previamente decididos. A estas acciones pertenecen tanto los esfuerzos momentáneos por traducir las decisiones en propuestas operativas, como los esfuerzos prolongados para realizar los cambios, grandes y pequeños, ordenados por las decisiones políticas”. Es decir, hay un momento pasado donde se plantearon objetivos y la manera de alcanzarlos y un momento presente bifocal: a corto plazo, para operativizar las decisiones planificadas y, a mediano y largo plazo, que se traducen en la construcción de capacidades institucionales.
En síntesis, la implementación pone en juego, en el escenario farragoso de la política territorial, la posibilidad de qué las grandes ideas imaginadas en las etapas previas le cambien la vida a la gente o sean un rotundo fracaso. Como bien apuntan Pressman y Wildavsky, en el mejor de los casos, el proceso de implementación es extremadamente difícil ya que supone un lista de interacciones que, muchas veces, el puntero territorial, haciendo alarde de su intuición, ingenio y conocimiento sobre el terreno, generalmente, pretende “ir viendo” cómo abordarlas consagrando, omnipotente, uno de los grandes errores de la gestión política: a veces ingenuo y bien intencionado pero que, en otras oportunidades, pretende no echar luz a los procesos porque eso implicaría exponer ciertas prácticas non sanctas. Así como la academia nunca privilegió fijar su atención en estudiar el proceso clave de la implementación, el político siempre fue reacio a buscar conductas previsibles y regulares porque la formalización de la rutina lo expone y, en el mejor de los casos, lo vuelve menos necesario.
Ese qué hacer necesita de técnicos muy comprometidos con los objetivos políticos y políticos muy identificados con las cuestiones técnicas del proyecto. Sin unos u otros el proyecto es una cáscara vacía ajena de toda realidad o es el lento transitar el terreno de la posibilidad barrosa.
Nuestra tarea, desde el Instituto Moisés Lebensohn es ser un puente que facilite el encuentro entre técnicos y políticos, dar luz a la gestión, pero también aplicar filtros realistas al debate académico. No obstante, sabemos que, detrás de todo esto, debe existir una voluntad política, decidida y firme, que sepa ser la que conduzca a la gestión de las políticas públicas hacia una instancia más flexible, predecible, innovadora y que, en definitiva, mejore la calidad de vida de las personas.
[1] https://www.youtube.com/watch?v=ICusSBmOM4g
[2] Murray Edelman. La construcción del espectáculo político. Editorial Manantial. Buenos Aires. 1991
[3] Aguilar Villanueva, Luis. La implementación de las políticas. Editorial Porrúa. México. 1993
[4] Según Ilari, el Neopatrimonialismo está caracterizado por la informalización, la discrecionalidad, el personalismo, el clientelismo y las lealtades. En este marco, El líder ocupa el centro de la escena política, desde donde ejerce el poder fundado en relaciones personales y obligaciones recíprocas, conformándose así una estructura jerárquica radial. Ilari, Sergio. ¿El modelo “burocrático” en la gestión de políticas sociales? Los gobiernos locales en la Argentina de los años 80. Universidad Nacional de General Sarmiento. 2008
[5]Pressman, L Jeffrey y Wildavsky, Aaron. Implementación. Cómo grandes expectativas concebidas en Washington se frustran en Oakland, Fondo de Cultura Económica, México. 1984
[6]Idem
[7]Cortazar, Juan Carlos, Una mirada estratégica y gerencial de la implementación de los programas sociales, INDES-BID, Washington, 2005.
[8]Donald S. van Meter y Carl E. van Horn. El proceso de implementación de políticas públicas, un marco conceptual. Revista Administración y Sociedad. Volúmen 6, número 4. 1975
*Iván Beletzky, es vicepresidente del Instituto Lebensohn y su director académico. Además, es Maestrando en Gobierno Local y Jefe de Divulgación en el AGCBA.